“Ya no se ponía nada salvo el pijama de morirse. Hasta que murió. Sin pensárselo mucho.”

Mi tío Pancho.

Era mi tío Pancho porque era hermano de mi abuela Josefina.

Y en mi familia, ser hermano de un abuelo te convertía en tío. Sin importar edad, ni generación. Así que mi tío Pancho era mi tío, al parecer, y uno de los siete hijos de mis bisabuelos paternos.

El que quedó a cargo de la casa. Junto a las mujeres. Hasta que mi abuela la pequeña salió por la puerta para casarse con mi abuelo. Entonces sólo quedaron él, y mis dos tías solteras. Visita. Y Dolores.

Visita era más flaca que el aire. Con el alma y el puño cerrados. Pero hacía un cabrito con patatas que te mueres. Dolores era amor. Amor y caricias. Y una moneda de plata de Alfonso XII todos los años de su vida. Murió de parkinson. Sólo conoció un amor. Su amor se mató en moto antes de la boda. Dolores se vistió de negro. Se negó al resto de hombres y el mundo. Y nunca salió de la casa de sus padres. Visita, Dolores, Pancho. Porque Ramón emigró. También Manuel. A Argentina. Ramón no recuerdo a donde. Sí que me trajo un libro de ilustraciones de Peter Pan cuando yo era pequeña. Sus hijos vivían en Canadá. Dos. La tercera en Alemania. Otilia, José Ramón y Elodie.

Elodie en realidad se llamaba Eladia, pero se ve que en Alemania no tenía tanto chic. José Ramón era gay. Allá por los ochenta. Cuando todavía no se pronunciaba esa palabra. Yo no supe que lo era hasta que murió de sida siendo yo adolescente. Sólo sabía que era mi primo. El raro. El que llegaba de visita algún verano con su sombrero de cowboy y sus botas también de vaquero. Ramiro se quedó no muy lejos. Se casó. No tuvo hijos. Adoptaron a una sobrina. Sobrina que jamás vivió. Sólo iba a misa y cuidaba de sus tíos. Murieron hace unos años. Ahora sólo va a misa. También cuida de su madre de verdad. A su madre de verdad la atacaron unos perros. Salió en las noticias. La dejaron medio inválida para el resto de su vida. También la de su hija.

Mi tío Pancho. Hermano y tío de todos éstos. Casado con Filomena. La primera mujer que conocí sin pechos. Primero el derecho. Luego los dos. La sonrisa nunca la perdió. Y siguió haciendo ensaladilla para los niños, de esa que adoraba con una flor hecha de peladura de tomate y estaba tan rica. Hasta que ya no pudo. Porque murió. Joven. Y Pancho se hizo viejo. Muy viejo. Con aquellas orejas enormes. De las que salía un montón de pelo. Con aquellas verrugas tremendas. Con aquellas gafas de pasta y culo de vaso. Pancho sonreía más bien poco. O nada. Normal. Se había muerto Filomena. Y Filomena era un amor. Y así, entonces. Se había muerto el amor. Y un poco todo. Menos el huerto. Menos los animales. Todo en aquella casa olía a muerto. Hasta el hórreo. Hasta la parra que rodeaba la casa y que tantas veces había sido techadillo de comidas familiares. Hasta la vida parecía muerta. O detenida. Al menos. Con fuertes cadenas. Las peores. Las de la tristeza. Sólo Dolores sonreía. A mí más. Nieta de la hermana pequeña. De la hermana favorita. La sobrina nieta favorita. Por orden de sucesión.

Entonces aquella cocina. Entonces Visita hecha un rictus. Entonces Dolores hecha una sonrisa eterna. Entonces Pancho, hecho una vida detenida porque no había más remedio que vivir hasta volver a ver a Filomena. También un poco por el nieto. Nieto único, de su único hijo. También un poco por las gallinas, por los conejos. Vacas por aquel entonces, ya no. Así que en aquella vida donde sólo quedaban hermanas de luto, algunas gallinas, y un puñado de días esperando a la muerte. Mi tío Pancho se enfundaba sus pantalones de tergal. Unos zapatos cualesquiera heredados de algún hermano. Aquella chaqueta de paño de los setenta que mi padre ya no quiso. Y si hacía frío. Un gorro. Para alimentar a lo poco que quedaba. Así que. Así fue. Durante el mucho que le quedó. Luego perdió la memoria. Demencia senil. Terminó viejo. Y gagá.

Ya no se ponía nada salvo el pijama de morirse. Hasta que murió. Sin pensárselo mucho. No fue de pensar mucho mi tío Pancho. Ni siquiera para morirse. Así fue. Así que. No sabría. No podría. Deciros. Que hubiese pensado mi tío de ésto. Cómo le explicaría yo. Tío Pancho. Eres tendencia. O lo fuiste. Tan lleno de mierda de gallina de hasta las cejas. Y tan precursor. Ay, tío Pancho. No pienso decirte el precio. Que te me vuelves a morir.

Eva Dida | Escribidora y juntaletras. Fénix de los ingenios.

 

mi tío pancho